Frente al vacío de la arquitectura. Arata Isozaki
Este año le fue concedido el afamado Premio Pritzker de Arquitectura al Maestro japonés Arata Isozaki. Más que hablar de sus obras, conozcamos las ideas detrás de las mismas para acercarnos a un concepto fundamental de la arquitectura, su temporalidad.
El Premio Pritzker de arquitectura sigue la lógica de un doble razonamiento. Por un lado, sirve como faro que alumbra nuevos rumbos, caminos o visiones que puede adoptar la disciplina en su evolución a nivel mundial —tal es el caso de Wang Shu (2012), Shigeru Ban (2014) o Alejandro Aravena (2016)—; y por otro reconoce la obra de arquitectos destacados a manera de homenaje. Ejemplo de este último planteamiento, es su más reciente galardonado, Arata Isozaki, quien recibe el premio a los 87 años de edad, después de haber construido, experimentado y corroborado los posibles caminos de la arquitectura. Tanto así, que en sus últimos proyectos le ha sido posible beber de su propio lenguaje, “citarse” a sí mismo dentro de sus edificios.
Sin embargo, el inicio de su trayectoria parte, como el de muchos de sus proyectos, de enfrentarse a un vacío.
Tenía 12 años cuando las bombas atómicas redujeron Hiroshima y Nagasaki a ruinas, ciudades cercanas a su Oita natal. Del mudo espacio que quedó a su alrededor, surgió una necesidad de acción: reconstruir los hogares y las ciudades dañadas, ser arquitecto.
Fue así que inició en la profesión, haciendo énfasis en el carácter constructivo de la misma, que lo llevó primero a tratar de entender el mundo —para incorporar lo mejor de cada lugar a su trabajo— y después a intentar establecer conexiones entre las diferentes respuestas que ofrece la disciplina.
Fue un pionero a la hora de establecer contactos e intercambios con sus colegas occidentales. Seguramente por eso antecedió a su propio maestro —el Pritzker de 1987, Kenzo Tange— a la hora de construir en el extranjero. “Para cuando cumplí 30 años había dado 10 vueltas al mundo”, declaró tras conocer que había sido galardonado con el Pritzker 2019. Él atribuye esa sed de movimiento al Japón en el que creció: asolado por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. En su país estaba todo por hacer y, por lo tanto, aprendió a conocer sus ciudades en un estado de cambio permanente, entre la incertidumbre y el vacío.
Otra idea fundamental en su obra, es la de arquitectura como cuestión de equilibrio entre condicionantes. Para Isozaki, el estilo no es un aspecto primordial, sino el resultado de un análisis en el que se toman en cuenta las ideas de los futuros usuarios, los materiales y la tecnología disponible. “Sin un estilo me siento libre y ésa es la única consistencia en mi estilo”. Quizá por ello, ha sido el único arquitecto que se ha atrevido, en un gesto pop, a ponerle orejas de Mickey Mouse a una puerta, aunque ésta fuera para el mismísimo Edificio del Equipo Disney en Florida, Estados Unidos.
Entre sus obras destacan varios edificios emblemáticos como la Biblioteca Central de Kitakyushu (1974) o el Museo de Arte Moderno de Gunma, inaugurado en 1974, una clara estructura cúbica que refleja su fascinación por el vacío y la cuadrícula. En Estados Unidos, el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles (1986) y la ya mencionada sede de Disney en Florida (1991); mientras que en Europa destaca el Palacio Sant Jordi, que diseñó para los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992 y el museo interactivo Domus de La Coruña. En China realizó el CAFA (Museo de Arte de la Academia Central de Bellas Artes de Pekín), inaugurado en 2008, o el Centro Cultural de Shenzhen, de 2007. En los últimos años y pese a su avanzada edad ha demostrado “un extraordinario dinamismo” con obras como el Centro de Convenciones de Qatar (2011) o la espectacular sala de conciertos inflable Ark Nova, diseñada en 2013 junto al artista indio Anish Kapoor, para regiones de Japón afectadas por el tsunami de 2011. Una de sus últimas obras es la Torre Allianz, que abrió sus puertas en Milán en 2018.
Podemos mirar la obra de Arata Isozaki como una respuesta a la incertidumbre, un renovado sentimiento de cambio, que lo lleva a plantear sus edificios como la materialización de una teoría basada en la transitoriedad de los mismos: ya que son temporales, su función en el presente es complacer a quienes se relacionan con ellos, tanto por dentro como por fuera. “Si los edificios no están destinados a durar para siempre, al menos que sean bonitos.” Llegó a afirmar.
La noción de enfrentarse constantemente al vacío, se puede corroborar en la entrevista que le realizó el periódico El País, el 27 de abril 2002. En ella le preguntaron su posición ante las propuestas firmadas por prestigiosos arquitectos para ocupar el sitio que dejaron las Torres Gemelas en Nueva York. Su respuesta es contundente:
“Nunca haría ninguna. Todas esas conjeturas me parecen juegos con el dolor ajeno y falta de tacto por parte de los arquitectos. Para mí, lo único oportuno es el silencio. Respeto el dolor de los norteamericanos, entre los que tengo muchos amigos, y el dolor de los afganos, que son igualmente víctimas. Viví muy de cerca la Segunda Guerra Mundial y eso no se olvida. Estoy en contra de negociar con el dolor”.
Quizá, el mayor legado de Isozaki no sean sus edificios o sus reconocimientos, sino la humildad de su pensamiento, al proponer una arquitectura de servicio que refleja en su sencillez, la complejidad del mundo.
Por Laureana Martínez Figueroa