Concursos de arquitectura: cuestionamientos y dificultades a mediados de los años cuarenta

Concursos de arquitectura: cuestionamientos y dificultades a mediados de los años cuarenta

Si hay un territorio del quehacer arquitectónico polémico, anhelado y a la vez seriamente cuestionado, éste es sin duda, el de los concursos. En palabras del arquitecto argentino Roberto Fernández “Los concursos de arquitectura representan la combinación del arte de elegir y el oficio de ser elegidos”  mientras que el diseñador canadiense Bruce Mau advierte que no hay que participar en ellos, “No lo haga…no es bueno para usted..!” Sin embargo, en muchos casos son el motor de grandes obras, y el eje sobre el que gira el trabajo de varios talleres de arquitectura que ven en éstos, la posibilidad más abierta y democrática de dar a conocer su trabajo, y de soñar en construirlo. Entremos en este terreno lleno de incertidumbre, con el ánimo simplemente de participar y aprender de un episodio de la historia de la arquitectura en nuestro país.

 

En los últimos años, los concursos de arquitectura han estado en la mira de prácticamente todo el mundo. Tanto especialistas como quienes no lo son, gracias a los medios de comunicación, a las redes sociales y a las demás herramientas electrónicas que nos mantienen conectados, han podido opinar, cuestionar y percatarse de los elementos positivos y negativos que conlleva esta actividad. A decir de los expertos, esta práctica es tan antigua como la profesión, pero fue en el Renacimiento que adoptaron el formato y cobraron la legitimidad que se le reconoce hoy en día.

En México, el año de 1945 fue especialmente prolífico en organización de concursos arquitectónicos. Podemos mencionar sólo como ejemplo, el concurso para edificar el monumento a las madres, o los convocados para proyectar el Santuario Nacional del Sagrado Corazón y el Templo del Cristo Rey en Torreón Coahuila. Dentro de los eventos de ese año, dos llamaron particularmente nuestra atención: uno para construir una ciudad industrial y otro para proyectar el edificio de la Aseguradora Mexicana. Ambos comparten el hecho de haber sido declarado desiertos a pesar de contar con proyectos importantes de arquitectos reconocidos del momento.

También comparten la cualidad de haber sido convocadas por empresas de la iniciativa privada, pero en el caso de la Aseguradora Mexicana, aunque fue fundada en 1937 para dar servicio a algunas empresas oficiales o de economía mixta, su estatus cambió en el año 1942, cuando adquirió de manera formal la naturaleza de “institución nacional” a consecuencia de un acuerdo dictado por el ejecutivo federal en marzo de ese año.

En el caso de la Aseguradora, la participación fue a través de invitación, y a ella respondieron con entusiasmo la dupla de los arquitectos Martínez Negrete, Enrique del Moral, Mario Pani, Enrique de la Mora, Carlos Obregón Santacilia, el equipo de Juan Sordo Madaleno y Augusto H. Álvarez, L. González Aparicio, el ingeniero Teodoro Kunhardt y Jorge Navarro. De los dos concursos este fue el que más descontento causó al saberse la decisión del jurado de declarar desierto el premio, se alegó también desinformación y desconcierto por parte de los interesados, se argumentó que los premios eran demasiado bajos para el trabajo que los participantes habían realizado y además que no era justo que algún arquitecto o ingeniero después se aprovechara del trabajo reunido por esta convocatoria. En realidad en el veredicto se concluyó que ninguno de los proyectos había presentado una solución al problema que se requería y que algunos no habían cumplido siquiera con los requisitos expresados en la convocatoria.

El premio fue repartido entre los proyectos pertenecientes a los Martínez Negrete, Enrique del Moral y Mario Pani respectivamente. A pesar de que nunca se construyó como edificio de la Aseguradora Mexicana, fue el proyecto de Mario Pani el que finalmente se elaboró pero como sede para la Secretaría de Recursos Hidráulicos en el mismo terreno asignado para el proyecto original. La obra data del año 1952 y ahora se atribuye a Pani junto con el arquitecto Enrique del Moral a pesar de que en el concurso original aparecen participando de manera individual y con dos proyectos distintos. Después de varias remodelaciones, este edificio en la actualidad alberga al hotel Le Meridien.

El caso del concurso de la ciudad industrial fue un tanto distinto, sobre todo por el reto que implicó para los participantes elaborar un proyecto de tal magnitud. En esta ocasión intervinieron los arquitectos José Luis Cuevas, el equipo de Mario Pani y Alonso Mariscal, Enrique Yáñez, Mauricio M. Campos y Enrique del Moral. Al igual que en el otro caso, como el premio se declaró desierto, el monto del ganador se distribuyó entre los dos proyectos que se consideraron mejores, que fueron de los arquitectos José Luis Cuevas y la dupla de Mario Pani y Alonso Mariscal.

En este ocasión, al igual que en el de la aseguradora, en el veredicto se concluyó que ninguno de los proyectos había cumplido a cabalidad con los requisitos de la convocatoria y que tampoco habían tomado en cuenta las especificaciones que la empresa había solicitado, como la proyección de una colonia de habitación obrera, la cual fue omitida por completo en el proyecto del arquitecto Cuevas, y en el proyecto de Enrique Yáñez se ubicó en un terreno que no formaba parte de la propiedad. Todos los demás proyectos carecían de los estudios solicitados e incluso uno era de tan baja calidad, que ni siquiera fue tomado en cuenta para concursar.

La revista Arquitectura México, que en aquel entonces era dirigida por Pani, documentó los proyectos y los analizó para ofrecer un panorama general de lo que había sucedido con el concurso y para contrastar sus opiniones con las de los jurados que descalificaron las propuestas. Y aunque se alabó el proyecto de Cuevas, el que salió mejor parado fue obviamente el de Pani y Mariscal. Para los editores, era la propuesta más clara y completa a pesar de haber cometido omisiones que lo descalificaron.

¿Pero en realidad era esa la mejor propuesta? ¿Valía la pena participar en concursos de manera indiscriminada aunque esto disminuyera la calidad de los proyectos? ¿Era válido que las compañías se quedaran con el trabajo de los arquitectos por una ínfima cantidad que al final se dividía sólo entre dos o tres?¿Valía la pena apelar a lo “democrático” en estas contiendas cuando resultaba más fácil adjudicar la obra de manera directa? ¿Participaban los mejores proyectos, o los de los arquitectos más conocidos? ¿Han cambiado todas estas preocupaciones en la actualidad? A más de 70 años de estos concursos al parecer las preguntas siguen en el aire.

Por Paulina Martínez Figueroa


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