Dos jugadas, un edificio: la construcción del Estadio Azteca

Dos jugadas, un edificio: la construcción del Estadio Azteca

En esta entrada, les compartimos la historia de un edificio emblemático cuyo partido siguió las reglas de un juego bien definido, el de los empresarios. Aquí la historia empresarial y la de la arquitectura compartieron la misma cancha: modernidad, democracia, deportes, popularidad, visión a futuro, estrategia financiera, colectividad y ganancia, fueron elementos que se organizaron para dar con la alineación necesaria que hiciera del edificio soñado, una realidad.

 

Los empresarios

A principios de los años sesenta, Emilio Azcárraga Milmo era un joven empresario que vivía a la sombra de su padre. La presión constante de su progenitor para que éste diera visos de ser un digno candidato a dirigir Tele Sistema Mexicano [tsm], la empresa familiar, provocaba que Azcárraga ideara las más extrañas propuestas de negocios que, por lo general, eran del desagrado del cabeza de familia.

Ante este difícil panorama, una de las primeras grandes ideas con las que se topó se debió a Guillermo Zamacona, un ejecutivo de ventas de la Cervecería Cuauhtémoc, en ese entonces propiedad de la familia Garza Sada. La propuesta era la construcción de un mega estadio que diera cabida a la gran cantidad de fanáticos del futbol que se incrementaron a lo largo de los años cincuenta con la migración de trabajadores rurales hacia la Ciudad de México.

En esa época, varios empresarios acariciaban la idea de llevar a cabo una construcción de esta envergadura, el principal problema siempre, era el costo, de aproximadamente ocho millones de dólares. Además, se preveía un índice de recuperación muy lento para la inversión, lo cual hacía dudar a cualquiera. Sin embargo, a Zamacona se le ocurrió un plan: el financiamiento del estadio podía llevarse a cabo gracias a la preventa de palcos exclusivos, que serían los mejores lugares para disfrutar los eventos que se realizaran en el estadio.

Zamacona, Azcárraga y otros inversionistas formarían una compañía para vender derechos de alquiler por 90 años a las familias acaudaladas y a los empresarios que quisieran ofrecer estímulos a sus empleados de alto nivel o bien, invitar a sus clientes. Con el respaldo de una combinación de capital y activos de Azcárraga Milmo y la perspectiva de contar con una suma considerable por adelantado, Zamacona recurriría a sus contactos en los bancos de Monterrey para conseguir un crédito para el faltante.

El negocio se complementaría con la participación de tsm, pues Azcárraga se aseguraría de construir un estadio especialmente diseñado para la televisión, además, también podía servir para desarrollar un nuevo negocio personal: el equipo de futbol América, el cual Emilio había adquirido en febrero de 1960. En busca de que el costo fuera más accesible, el Estadio Azteca sería la casa de otros dos equipos importantes de futbol de aquel entonces, el Necaxa y el Cruz Azul (más tarde reemplazado por el Atlante)

El contrato para construir el estadio, según los requisitos estipulados por Emilio Azcárraga, Guillermo Cañedo y Guillermo Zamacona, contemplaba que el lugar pudiera alojar a cien mil personas cómodamente sentadas. Debía estar parcialmente cubierto para ofrecer sobra y protección de la lluvia a quienes se ubicaran en las filas de arriba. Tenía que brindar perfecta visibilidad a todos y cada uno de los espectadores por lo que no debía tener soportes para el techo que obstruyeran tal visibilidad. También debía ser pensado para la televisión, con varias cabinas para los comentaristas y sitios adecuados para las cámaras.

En 1962, tres despachos concursaron por el contrato y la ganadora fue la firma Ramírez Vázquez y Mijares. De las tres propuestas, ésta fue la que prestó más atención a los palcos que necesitaba Zamacona. Había tres hileras alrededor del estadio, unos 600 en total, cada uno con capacidad para 12 personas (una modificación posterior aumentaría el número a 856 con capacidad promedio para 16 personas). Cada palco tendría su propio teléfono, baño y cocineta, así como estacionamiento directo debajo para su fácil acceso.

Suponiendo que los palcos se vendieran en su totalidad, podía recuperarse casi 50 por ciento de los 12 millones de dólares de presupuesto del estadio, incluso antes de que se jugara el primer partido. El proyecto también contaba con la ventaja de que el techo podía añadirse una vez que el estadio fuera inaugurado, lo que reduciría el plazo de su construcción y el consecuencia, el monto del financiamiento requerido. Así, Zamacona obtuvo un crédito del Banco General de Aceptaciones de Monterrey y en 1963 comenzó la construcción.

Los arquitectos

A principios de los años sesenta, la firma Ramírez Vázquez y Mijares era conocida por sus obras auspiciadas por el gobierno, mismas que ya eran características de la ciudad. Sin embargo, el reto de construir un edificio de este tipo, no sólo dependía de su diseño y técnica, sino del discurso que lo justificara, sobre todo en momentos en que invertir esas cantidades de dinero en una construcción podía traer serios cuestionamientos tanto al gremio arquitectónico como al empresarial.

Para lograrlo, los arquitectos jugaron la carta de la democratización de los espacios, y en donde algunos podrían ver un negocio sólo para una clase social específica, ellos encontraron la manera de virar el discurso para verlo como positivo pues expresaba el cumplimiento de una necesidad colectiva. Así, lo primero que hicieron fue armar una disertación en torno a la importancia de los deportes para la sociedad contemporánea en donde planteaban que la creciente afición a los deportes era característica de la modernidad. En todos los países y en todas las latitudes, la juventud se volcaba sobre las pistas de atletismo, las canchas, los estadios e incluso se desbordaba sobre las calles, los parques y las aceras.

Citando a pensadores y filósofos como Ortega y Gasset, se interesaron por explicar cómo los juegos y deportes tradicionales compartían en ese momento su popularidad con el futbol y cómo de tener una base religiosa o litúrgica, los deportes se incorporaron a las prácticas occidentales a través de la idea de mantener “mente sana en cuerpo sano”, por lo que la necesidad de estadios y canchas se había convertido en algo primordial para la capital de la república, más en una ciudad de cinco millones de habitantes.

De igual manera, las peticiones de los empresarios en torno a las comodidades para los espectadores, la planeación de la obra desde su aspecto urbanístico, la ubicación de pasos a desnivel, los entronques con nuevas arterias, las ligas con la ciudad, el servicio de camiones, tranvías, estacionamientos y demás, todos los trabajos en los alrededores —ya que en aquel entonces los terrenos para la construcción se encontraban en una zona casi rural de la ciudad—fue para los arquitectos una manera de señalar cómo la afición al futbol en nuestro país pertenecía a todas las clases sociales: “Pobres y ricos, comerciantes, profesionales, artesanos, industriales, todos se reúnen ante la afición común al futbol”.

Aceptaban entonces que las clases sociales en México estaban muy diferenciadas, pero que el estadio Azteca conseguiría una democratización relativa de los espacios, al permitir que cada sector accediera a la localidad que pudiera pagar. De igual manera consideraron de utilidad pública la compra vitalicia de localidades, aunque de fondo, era la estrategia financiera que así lo requería. Donde los empresarios hallaron la manera de atraer más capitales con los numerosos y lujosos palcos, los arquitectos encontraron la forma de mostrar los adelantos tecnológicos, las ventajas de los materiales y de las instalaciones modernas, y sobre todo, el significado de la comodidad para unos espectadores que estaban acostumbrados a estar de pie en los estadios.

Caracterizaron a este edificio, dedicado a alojar a grandes multitudes, como una auténtica torre de Babel, digna de contener a personas de muy diverso tipo, pero todas conviviendo sin problemas gracias a las actividades deportivas. Además de funcional, la obra era una auténtica muestra de la sociedad mexicana. Las graderías, las plateas, los palcos, incluso las áreas para la prensa, las oficinas administrativas, mostraban la finalidad colectiva y socializadora del estadio. Para estos arquitectos, ya no era momento de pensar individualmente o sólo en un sector de la sociedad, una característica del tiempo que se vivía en el país era hacerlo de manera más integral, incorporando a la mayor cantidad de sectores con un objetivo benéfico como el del fomento deportivo.

El proyectar un estadio con cupo para cien mil personas, pensaba en satisfacer plenamente la gran demanda que actividades como el futbol tenían entre la sociedad mexicana, de acuerdo a la conveniencia y necesidades del grupo empresarial que lo financiaba, sin embargo, se convirtió también en un reto para los arquitectos, quienes además de lidiar con las dificultades técnicas que esto implicaba, se dio a la tarea de buscar la manera de justificar su construcción a través de un discurso que en teoría integraba a todos los sectores sociales del México de los sesenta. Los resultados de este proyecto tanto empresarial como arquitectónico son visibles hasta nuestros días.

Por Paulina Martínez


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