Arquitectura del suelo y subsuelo: las estaciones de la línea 1 del Metro

Arquitectura del suelo y subsuelo: las estaciones de la línea 1 del Metro

La ciudad de México tiene un pasado enterrado y un presente que se mueve y palpita también desde sus entrañas, la red del metro, un submundo que desde las profundidades observa el ir y venir de habitantes que provienen de todos los puntos de la gran capital. Más que un medio de transporte se trata de un flujo vital:, sin el metro, la ciudad simplemente se paraliza. Pero no siempre fue así, y precisamente esta entrada aborda la historia de dicho transporte público desde sus orígenes. Con estas líneas nos sumamos al festejo número 50 del metro, querido por muchos  y odiado por otros tantos, pero sin duda, reconocido como parte integral de la capital.  

 

El jueves 4 de septiembre de 1969, la Ciudad de México se convirtió en la 39ª capital del mundo en contar con un tren subterráneo, además, recibió el reconocimiento mundial a través del Comité Internacional de Metropolitanos, por haber vencido todas las dificultades técnicas y haberlo construido en tiempo récord en un subsuelo estimado por el Congreso Mundial de Mecánica de Suelos, como el más difícil del mundo. La frase “Técnica, belleza e imaginación” fue el lema con la que el Estado mexicano presentó la nueva obra que se consideró “símbolo del progreso, de la audacia, del confort y de la comodidad”. Construido para los capitalinos, parecía que las líneas subterráneas marcaban el porvenir de la gran ciudad.

Si bien las pláticas sobre el proyecto para construir el Metro comenzaron en 1966, la idea original surgió desde de 1958 gracias a la iniciativa del ingeniero Bernardo Quintana, mandamás en aquel tiempo de la empresa constructora ICA. Sin embargo, fue sólo después de la renuncia de Ernesto P. Uruchurtu como Jefe del Departamento del Distrito Federal y la llegada al cargo de Alfonso Corona del Rosal, que se reconsideró de manera formal la posibilidad de construirlo en la capital mexicana. Se pensó entonces que el DDF debía absorber el costo total de la obra civil, por lo cual se obtuvo un préstamo de origen francés, país que también proveyó tecnología y asesoría para su construcción.

Como era de esperarse, fue ICA quien se encargó de la obra pero Bernardo Quintana eligió a Ángel Borja Navarrete como la cabeza del proyecto. Se dice que el día en que obtuvieron el contrato para el Metro, Quintana y Borja llegaron a un acuerdo: si querían cumplir en tiempo y costo con el difícil encargo, debían evitar las dificultades que traería encargar las estaciones a distintos despachos de arquitectos, tanto por la unidad estilística requerida por el sistema, como por la dificultad de controlar a diversas y connotadas personalidades artísticas.

Borja decidió trabajar entonces con lo que él denominó “equipo semilla” de arquitectos jóvenes, con los que se podrían obtener los mejores resultados lejos de los riesgos del protagonismo de “autor”. Como la mayoría serían estaciones subterráneas y sólo un par estaría a la vista, se decidió que para estos únicos casos se convocara a los arquitectos Salvador Ortega Flores y Félix Candela. Para las estaciones que se ubicarían sobre la calzada de Tlalpan, se necesitaba una expresión unitaria ya que serían diferentes al resto, por lo que se convocó a Enrique del Moral. Para completar, también se requirió la asesoría sobre colores y materiales de Luis Barragán. Estos fueron los únicos encargos que se hicieron fuera del equipo, pero siempre bajo la dirección de Borja Navarrete.

La elección de materiales para la obra estuvo regida por el doble criterio de la funcionalidad y valor plástico. Se consideró que fueran de producción nacional y fácil adquisición, resistentes al uso rudo y de expresión agradable, fuera de las modas del momento. Con esto en mente se logró la creación de nuevas formas arquitectónicas fusionadas con la tecnología de la época que proveía de puertas automáticas, escaleras eléctricas, torniquetes para el conteo de pasajeros, etc., incluídos los modernos trenes que transportaban a los capitalinos a un lugar de ensueño desde las entrañas de su propia ciudad.

Dentro de estas nuevas formas, el paraboloide hiperbólico de Félix Candela fue una de las estructuras más destacables. Ubicadas en las estaciones Candelaria, Merced y San Lázaro, algunos especialistas coinciden en que las más impresionantes son las de esta última estación. Candela utilizó materiales de bajo costo y sustentables con el objetivo de cubrir la mayor cantidad de espacio con la menor cantidad de piezas posibles. En las estaciones Merced y Candelaria, las estructuras se aprecian en finas series que cubren los accesos creando a su vez espacios generosos para el tránsito de los pasajeros.

Pero es probable que la estación más destacable de esta primera línea fuera la de Insurgentes. Georgina Cebey cuando habla sobre esta estructura, interpreta las inscripciones mayas en el muro de piedra que resguarda la entrada, como la transmisión del peso del pasado milenario a través de ellos y su confrontación con las placas de mármol blanco de la fachada que funcionan como el prólogo a la sutil presencia de la modernidad. “Al interior, los pasillos de los andenes mantienen los jeroglíficos mayas en tanto que las columnas están recubiertas con relieves pétreos en los que se observan elementos vegetales correspondientes a imágenes coloniales, similares a los de los de los conventos que en el siglo XVI ostentaban representaciones híbridas entre lo europeo y lo indígena”. Así, la estación funciona como una especie de mausoleo dedicado a la preservación de la tradición nacional: el transporte del futuro se une a los pasillos del ayer.

El Metro mostró una arquitectura moderna que manejaba elementos indígenas, plena de colorido, andenes en donde el mármol y el tecali se unían, el rosa mexicano, el azul turquesa, la tecnología al servicio de un pueblo con pasado ancestral, la sucesión de techos de Candela para llegar a un lugar tan tradicional como el mercado de la Merced. Si bien no hubo protagonismos en arquitectura, la visión y el estilo de algunos de los colaboradores resaltaron de manera inevitable. Pero esto no se convirtió en un obstáculo, fue algo más espontáneo que no alteró la totalidad del conjunto. A pesar del paso del tiempo, del deterioro, de las multitudes que ahora se apoderan de sus pasillos y trenes, de las dificultades a las que los pasajeros se enfrentan para entrar y salir, para circular, para habitar este espacio, las estructuras permanecen como testigos de aquel día en que parecía que los habitantes de la ciudad, abordaban un vehículo que los transportaría hacia la misma luna.

 

Por Paulina Martínez Figueroa


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